
¿Alguna vez te has quedado despierto por la noche preguntándote si estás en el camino correcto? No hablamos de dudas concretas, como el pensar cambiar de trabajo o terminar una relación, sino de algo más profundo y escurridizo. Esa sensación de no saber realmente quién eres, qué significa todo esto, o si las decisiones que tomas importan en el gran esquema de las cosas.
Bienvenido al territorio de la ambigüedad existencial. Y si te incomoda, no estás solo. De hecho, estás en buena compañía con prácticamente toda la humanidad.
El cerebro que odia el “tal vez”
Los seres humanos somos, en esencia, máquinas de generar sentido. Nuestro cerebro evolucionó para detectar patrones, predecir resultados y crear narrativas coherentes sobre el mundo. Y tiene una razón de peso: durante milenios, la ambigüedad podía matarnos. Ese susurro entre los arbustos, ¿era el viento o un depredador? Quedarse paralizado reflexionando sobre la incertidumbre no era precisamente una estrategia de supervivencia exitosa.

Pero aquí estamos ahora, en el siglo XXI, y ese mismo sistema nervioso que nos mantuvo vivos ante amenazas concretas ahora se activa ante preguntas que no tienen respuestas claras: ¿Estoy viviendo una vida auténtica? ¿Tomé las decisiones correctas? ¿Qué pasa si no hay un “propósito” esperándome en algún lugar?
Nuestro cerebro interpreta la falta de claridad como una amenaza, y responde en consecuencia: con ansiedad, rumiación, y un impulso casi irresistible de encontrar respuestas, aunque sean incorrectas.
La tiranía de las certezas falsas
Y aquí es donde las cosas se complican. Porque ante el malestar de la ambigüedad, hacemos algo muy humano: fabricamos certezas. A veces son útiles, a veces son inofensivas, y a veces nos causan un sufrimiento innecesario.
Pensemos en cómo funciona esto en la práctica:
El pensamiento binario como refugio.
Cuando la realidad es compleja y matizada, nuestro cerebro busca simplificarla en categorías claras: bueno o malo, correcto o incorrecto, éxito o fracaso. Es más fácil pensar “soy un fracaso” que sostener la verdad más ambigua de “he tenido éxitos y fracasos, y estoy en proceso de descubrir qué quiero realmente”. La primera opción duele, sí, pero al menos es clara. La segunda requiere tolerar la incertidumbre.
Imaginemos a alguien que ha cambiado de carrera tres veces antes de los treinta. Cada vez que consideraba un nuevo camino, su mente se dividía en dos bandos: “Si hago esto, habré tomado la decisión correcta y seré feliz” versus “Si me equivoco, habré desperdiciado mi vida”. Ninguna de estas opciones capturaba la verdad: que la vida profesional es exploratoria, que los intereses evolucionan, y que cada experiencia aporta algo, incluso cuando no resulta como esperábamos.
La búsqueda obsesiva de señales.
Cuando no sabemos qué dirección tomar, empezamos a buscar señales en todas partes. Una coincidencia se convierte en “el universo hablándome”. Un mal día se interpreta como “una señal de que estoy en el lugar equivocado”. Convertimos el azar en narrativa porque la narrativa nos da la ilusión de control.
No hay nada inherentemente malo en encontrar significado en las experiencias. El problema surge cuando usamos estas interpretaciones para escapar de la incomodidad de no saber, en lugar de realmente reflexionar sobre lo que queremos y necesitamos.

La parálisis disfrazada de perfeccionismo.
Algunas personas responden a la ambigüedad quedándose completamente inmóviles. “No puedo tomar esta decisión hasta que tenga toda la información”, nos decimos. Pero con las grandes preguntas de la vida (¿A qué dedicarme? ¿Cómo quiero vivir? ¿Qué relaciones merecen mi energía?) nunca tendremos toda la información. La claridad perfecta es un espejismo que nos mantiene atascados. El momento perfecto nunca llegará, porque la ambigüedad nunca va a desaparecer del todo.
El coste invisible de huir de la incertidumbre
Cuando no toleramos la ambigüedad, pagamos un precio. Y no es pequeño.
Perdemos flexibilidad cognitiva.
Las personas con baja tolerancia a la ambigüedad tienden a aferrarse rígidamente a sus creencias y visiones del mundo. Cuando nueva información desafía estas certezas, la respuesta no es curiosidad sino defensividad. Esto nos impide crecer, aprender y adaptar nuestras perspectivas conforme acumulamos experiencia.
Imagina mantener hoy las mismas certezas sobre ti mismo que tenías a los dieciséis años. Absurdo, ¿verdad? Y sin embargo, muchos de nosotros nos aferramos a narrativas antiguas sobre quiénes somos, qué merecemos o qué es posible para nosotros, simplemente porque la alternativa (reconocer que no lo sabemos con seguridad) es demasiado incómoda.

Aumentamos nuestra ansiedad.
Paradójicamente, la necesidad de certeza genera más ansiedad, no menos. Porque la certeza absoluta es inalcanzable. Entonces nos encontramos en un ciclo: buscamos garantías que no existen, nos angustiamos cuando no las encontramos, y esa angustia nos impulsa a buscar aún más certezas. Es agotador.
Reducimos nuestra capacidad de intimidad.
Las relaciones humanas son inherentemente ambiguas. Nunca sabremos con total certeza qué piensa o siente otra persona. Nunca podemos predecir cómo evolucionará una relación. Las personas más intolerantes a la ambigüedad a menudo luchan en sus vínculos porque constantemente buscan confirmaciones y garantías que ninguna persona puede proporcionar. “¿Me quieres?” puede responderse, pero “¿Me querrás siempre?” vive en el territorio de lo incierto. Y eso está bien. De hecho, es parte de lo que hace que el amor importe.
Por qué la ambigüedad no es el enemigo
Aquí hay una verdad incómoda que hemos observado una y otra vez: las personas más resilientes psicológicamente no son las que tienen todas las respuestas, son las que pueden sentarse cómodamente con las preguntas. Porque la ambigüedad, cuando la miramos de frente, no es ausencia de significado. Es presencia de posibilidad.
Cada momento de “no sé” es también un momento de “podría ser”. Cada incertidumbre sobre quiénes somos es también una apertura para convertirnos en alguien diferente. La ambigüedad es el espacio donde ocurre el crecimiento, donde la creatividad germina, donde descubrimos aspectos de nosotros mismos que nunca habríamos encontrado en el territorio de lo conocido.
Pensemos en los momentos cruciales de nuestras vidas. Probablemente no fueron los momentos de certeza clara, sino esos períodos confusos de transición donde no sabíamos exactamente qué estaba pasando o hacia dónde íbamos. Incómodos, sí. Pero también transformadores.
Estrategias prácticas para bailar con la incertidumbre
Entonces, ¿cómo cultivamos una mejor relación con la ambigüedad? No se trata de eliminar la incomodidad (eso sería imposible e incluso contraproducente) sino de desarrollar nuestra capacidad de movernos con ella en lugar de contra ella.
1. Nombra la ambigüedad sin intentar resolverla
Hay poder en simplemente reconocer: “Estoy en un momento de incertidumbre”. No necesitas seguir esa frase con un plan de acción inmediato. Puedes dejarla ahí, respirar, y permitir que sea verdad por un rato.
Intenta esto: cuando notes que tu mente está generando escenarios catastróficos o buscando certezas precipitadas, pausa. Di en voz alta o escribe: “No sé qué pasará” o “Esto es ambiguo y me siento incómodo con ello”. A menudo, el simple acto de nombrar la experiencia reduce su intensidad.
2. Distingue entre problemas solucionables y misterios insolubles
Algunos problemas tienen soluciones. “¿Cómo puedo mejorar mi situación financiera?” es una pregunta con pasos concretos y respuestas prácticas. Pero “¿Cuál es el sentido de mi vida?” no es un problema a resolver; es un misterio a vivir.
Cuando confundimos misterios con problemas, nos frustramos. Intentamos “solucionar” la incertidumbre existencial como si fuera un crucigrama pendiente. No lo es. Algunas preguntas no se responden, se habitan. Se exploran. Se viven en práctica, no en teoría.
3. Practica la comodidad con las narrativas múltiples
¿Recuerdas ese evento de tu pasado que interpretaste de una manera durante años? ¿Y luego, con más perspectiva o información, entendiste que también podía significar algo completamente diferente?
Esto es ser humano. Nuestras vidas no son historias con un solo significado claro; son textos complejos abiertos a múltiples lecturas. Puedes practicar esto deliberadamente: ante una situación incierta, escribe tres interpretaciones diferentes, todas plausibles. No para decidir cuál es “la correcta”, sino para experimentar la sensación de sostener múltiples posibilidades simultáneamente.
Por ejemplo, si no te llamaron después de una entrevista de trabajo: “Quizá encontraron un candidato más cualificado”, “Quizá hubo cambios internos inesperados”, “Quizá mi perfil no encajaba con la cultura del equipo”. Todas pueden ser parcialmente ciertas. Y está bien no saberlo.
4. Desarrolla rituales de presencia
La ambigüedad nos lanza hacia el futuro (“¿Qué pasará?”) o hacia el pasado (“¿Tomé la decisión correcta?”). Los rituales que nos anclan en el presente son antídotos poderosos.
No necesitas una práctica de meditación elaborada, aunque puede ayudar. Puede ser tan simple como una caminata consciente donde notas lo que ves, escuchas y sientes. O cocinar prestando atención plena a cada paso. O ducharte sintiendo realmente el agua. Estas prácticas nos recuerdan que, sea cual sea la incertidumbre sobre el ayer o el mañana, en este preciso momento estamos bien.
5. Cultiva la curiosidad como alternativa al juicio
Cuando enfrentamos ambigüedad, tendemos a juzgar: “Esto está mal”, “No debería sentirme así”, “Tendría que tenerlo todo resuelto a mi edad”. El juicio cierra puertas. La curiosidad las abre.
¿Qué pasaría si, en lugar de juzgarte por no tener claridad, te preguntaras: “¿Qué estoy aprendiendo en esta fase de incertidumbre?” o “¿Qué partes de mí se están revelando en esta confusión?”? La curiosidad genuina no necesita respuestas inmediatas. Se interesa por el proceso mismo de no saber.
6. Busca compañía en la incertidumbre
Uno de los aspectos más dolorosos de la ambigüedad es la soledad que genera. Creemos que todos los demás tienen las cosas claras, que nosotros somos los únicos flotando sin rumbo cierto. Pero no es verdad.
Habla con las personas en tu vida sobre tus incertidumbres, no solo sobre tus certezas. Comparte las preguntas sin respuesta. A menudo descubrirás que otros están navegando aguas similares y que hay consuelo (y sabiduría) en explorar juntos el territorio de lo incierto.
7. Toma decisiones provisionales
La idea de que cada decisión debe ser “definitiva” intensifica el miedo a la ambigüedad. ¿Y si pudiéramos tomar decisiones como experimentos? “Voy a probar este camino durante seis meses y luego reevaluaré” es menos aterrador que “Esta es mi decisión para siempre”.
No se trata de estancarse en la indecisión, sino en abrazar la flexibilidad inteligente. Reconoce que tú cambias, que las circunstancias cambian, y que comprometerte con algo hoy no significa encadenarte a ello para siempre. Las decisiones provisionales nos permiten actuar a pesar de la ambigüedad, sin la presión de tener que “acertar” permanentemente.
La paradoja final
Hay algo liberador en finalmente aceptar que no lo sabemos todo: que la certeza absoluta sobre quiénes somos, qué significa todo, o cómo resultarán las cosas es una fantasía confortante pero inalcanzable. Y sin embargo, seguimos adelante. Tomamos decisiones. Construimos relaciones. Creamos significado.
Quizá la madurez psicológica no es llegar a un punto donde todo es claro, sino desarrollar la capacidad de vivir plenamente en medio de la niebla. De tomar la mano de alguien sin saber exactamente a dónde lleva el camino. De elegir una dirección sabiendo que podríamos cambiarla después. De construir una vida no sobre la roca sólida de la certeza, sino sobre la arena movediza de la posibilidad.
La ambigüedad no desaparecerá. Es parte de la textura de ser humano. Pero nuestra relación con ella puede cambiar. Podemos pasar de verla como enemiga a reconocerla como compañera de viaje.
Al final, quizá la pregunta no es “¿Cómo elimino la ambigüedad de mi vida?” sino “¿Cómo puedo vivir con más gracia en medio de ella?”.
Y esa pregunta, afortunadamente, tampoco tiene una sola respuesta correcta.
Alba Psicólogos
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